La forma más sencilla de evadirme de la pérdida de mi padre fue jugar con una bola esférica que me provocaba sensación de vida cada vez que se deslizaba sobre el tapiz y, contrariamente, de pérdida cada vez que tocaba la tronera y bajaba por las cloacas de la mesa de billar.
En aquellos días vivía con mi hermana y mi cuñado los cuales regentaban un local con una mesa en un rincón de la sala. Allí pasaba las horas y los días en la más absoluta soledad humana junto a una mesa, un taco y una tiza. Mi hermana le sugirió a mi cuñado que podría ayudarle en el salón, así que primero fui su asistenta. Poco a poco, comencé a jugar con apuestas que hicieron que mi cuñado recaudara mucho dinero. A los hombres no les gustaba que les ganase, pero mi cuñado me corregía los golpes y poco a poco no quedó ninguno con dignidad en Tokio. Tanto se rumoreaba de mi hazaña, que el mismo Matsuyama, campeón a tres bandas, vino y se ofreció como entrenador. Gracias a él, mi hermana y yo recorrimos todo Japón.
Dicen que me subí a una mesa en tacones, que era femenina cuando jugaba y que me gustaba el espectáculo. Puro teatro. Realmente, disfrutaba del momento en el que los hombres, confiados, venían a retarme con cara de superioridad primero, y decepción después. Entonces conocí a un humilde soldado americano interesado en recibir clases de billar conmigo. Fue la excusa perfecta de Greenland para declarar su amor por una mujer que hacía carambolas con los hombres pero que no conseguía colarse por ninguno. Me pareció tierno su gesto, me emocioné y me subí a una mesa de billar en tacones, bailé golpeando las bolas durante un buen rato haciéndolas entrar en los huecos de forma divertida, hasta las cloacas de la mesa de mis recuerdos. Y fui feliz.
Decidí acompañarle a San Francisco, donde tuve la oportunidad de demostrar al mundo que una mujer puede quedar entre los primeros puestos de las competiciones, y además ser igual de buena, o mala jugadora, que un hombre. Competía mucho, mayoritariamente contra hombres que eran el doble de altos que yo, pero Greenland confiaba en mi toque. Me decía: “Katsy, es difícil competir con tu sonrisa”, y poco después nos casamos. Fuimos un matrimonio sin hijos, igual de feliz. Sin embargo, fui muy criticada porque durante unos años decidí quedarme en casa y no quise seguir jugando a la ruleta de la fama. Muchos dijeron que a Greenland no le agradaba que yo compitiera, pero él murió en 1956, y yo seguía en casa. Una noche calurosa de 1976 decidí despedirme de Norteamérica en el Palace Billiard de San Francisco, les gané a todos los que se atrevieron conmigo, y volví a Japón con mi hermana y mi cuñado, una mesa, un taco y una tiza. Ningún otro hombre ocupó el corazón de Masako Katsura, la dama del billar.