
Esta no es la historia de una protagonista de un libro famoso, ni de un libro no famoso. Tampoco es la historia de una gitana; simplemente es la historia de una gran mujer con ojos, pelo y voz de gitana. Los ojos de gitana en mi mente son negros como el azabache, están colocados bajo unas cejas despeinadas y te miran inquietamente cada dos preguntas lanzadas directamente al alma y sin escudo. El pelo de gitana es necesariamente negro, rizado y largo, es un pelo con dimensiones leoninas y calidez ovejera. La voz de gitana es capaz de cantar cuando menos se la espera.
S, así es como voy a llamarla, nació de un padre con sobrenombre épico y de una madre dedicada a cuidarlo y a criar a sus hijos. S aprendió a querer a los hombres y a mirar a las mujeres como cuidadoras. Se hizo mayor, estudió, viajó y se enamoró. Ella contaba su amor como una explosión sexual llena de idas y venidas, con encuentros mágicos en horas insospechadas y noches misteriosas; su amor estaba casado. Un amor bajo promesas de divorcio y juegos infantiles capaces de esmaltarse mutuamente las uñas de los pies.
Este amor ocupó los años centrales de su vida, hubo divorcio, hubo convivencia, hubo emigración, pero nunca hubo Amor. S piensa que sí, que hubo amor y por eso hoy enfrenta la ruptura como desamor. Pero no, nunca hubo Amor. El Amor no era nada de lo que S había aprendido en casa, de pequeña, ni tampoco lo que había vivido de mayor. El Amor no se sustenta con discusiones de película y con reconciliaciones de cine. Eso no es Amor, eso es marketing en pantalla grande.
S no supo quererse y se dedicó a cuidar. Se olvidó de sus necesidades, se convenció de que cuando se alejaba estaba siendo injusta, se hizo a la idea de que perdonar era la mejor forma de querer y, por el camino, se perdió a sí misma. Nada quedó de su potencial como mujer independiente, nada. Nada de aquella S que yo conocí antes de él. Queda una esperanza, dicen que la voz nunca se pierde, y su voz una noche fue capaz de beberse un océano para juntar dos continentes.