Su cuerpo descompuesto parecía el de un hombre por la longitud de sus extremidades. Las autoridades japonesas creyeron que era un expiloto de la Segunda Guerra Mundial con la peor de las suertes. Sus brazos alargados parecían haber abrazado el planeta Tierra y sus piernas se habían vuelto las alas de un pájaro migratorio. Fue el 1 de junio de 1937 cuando despegó desde Miami y recorrió la línea del ecuador hasta llegar a las islas Nikumaroro, con la idea de alcanzar Australia. Desde entonces, su Lookhead modelo 10 Electra, sediento de combustible, hacía señales de auxilio en el aire, pero nadie, ni siquiera Amy, como la llamaban sus padres, las divisaba. Su hábitat era la troposfera y ella no quería bajarse de su atracción favorita. Su verdadero amante era el sol y su ángel de la guarda, la luna. Las estrellas la veían hacer piruetas y se escapaban fugaces. Competían entre ellas en la oscuridad de las nubes por romper la atmósfera de cristal. Y si Amy lo conseguía, todo lo demás sería posible, porque lo único que quería era que las mujeres intentaran hacer cosas como lo han hecho los hombres. Eso le escribió a George, su marido, poco antes de volverse aire, partículas en suspensión. Pero en suspensión se quedó el mundo, su marido e incluso el presidente Roosevelt, quién organizó una búsqueda con 9 barcos y 66 aviones peinando todas las islas del Pacífico. El zapato encontrado al lado del cuerpo descompuesto en las islas japonesas era de mujer, y el frasco de Bénédictine, un licor de hierbas que la acompañaba a deshoras. Esta compone la versión más creíble de la historia de esos tiempos. No todo el mundo piensa que esto pasó así, porque en aquella época no tenían los medios suficientes para saber si un cuerpo inerte en mitad del océano, y descompuesto, era el de un hombre o el de una mujer. Hasta en el polvo en el que nos convertimos, formamos parte de un todo, hombre, mujer, o un nada. Pero en las tragedias griegas siempre hay variantes de las versiones mitólogas y la otra es la de la isla Howland, mi favorita. En realidad, es la más improbable; su copiloto se llamaba Fred y fue más que un navegante a su lado. Por la noche, él le contaba historias de mujeres del futuro con sueños tan grandes como el de ella. Le contaba historias de hombres que la admiraban y mujeres que no la envidiaban. En la soledad de las noches la llamaba Lilit de las nubes, que en la antigua Mesopotamia significaba aire, viento y espíritu, porque su espíritu viajaría como ella a través de las palabras y la ciencia, porque también sería un mito, un ídolo, una pionera… Juntos pasaron dos años en la primera isla que encontraron y construyeron un barco llamado Electra, en honor al mito griego y al modelo de avión con el que emprendieron el viaje. Acabó convirtiéndose en un barco de Noé que, bajo tormentas y relámpagos, pretendía llegar a Estados Unidos de vuelta. Amelia y Fred se hicieron familia y la marea los divorció del mundo para crear un nuevo paraíso, en mitad del Pacífico, entre dunas y pocos kilómetros de tierra desierta, donde la civilización nunca llegó a encontrarlos porque se rescataron a sí mismos. Disfrutaron de su idilio el escaso periodo de dos años, comiendo aves y peces hasta que el Sol los convirtió en estatuas eternas de arena, de vuelta a la isla de Howland.
En 1942 llegó hasta allí una tropa americana. El viudo de Amelia Earhart, George, aprovechó y organizó una expedición en la que tan solo encontraron una embarcación destrozada por las olas. Los EE. UU. instalaron su base militar y se olvidaron de la historia. Fueron los soldados los que contaban leyendas que surgían de las guardias nocturnas entre tormenta y tormenta. Cuando la luna llena iluminaba la isla y la tempestad cubría el barco de Electra, los relámpagos reflejaban la silueta de dos navegantes dentro, un hombre y una mujer juntos, a orillas del océano Pacífico.