Cuando conocí a Carolina ella estaba en medio de un ataque de ansiedad que la hacía llorar mirando al rincón del edificio principal del instituto. Me acerqué y, cuando se dio la vuelta, comprobé que hiperventilaba y me miraba con ojos asustados. Yo ya la había visto en clase, pero no la conocí hasta ese día en el que me contó las causas de su llanto. Carolina era una mujer en un cuerpo de niña que había desarrollado todas las dotes femeninas clásicas. Era madre sin haber tenido hijos, era esposa sin haber probado varón, era hija sin madre, era nieta sin abuelos. Y para mí, era una alumna a la que yo no podía enseñar nada.
Hoy Carolina es la médica que siempre quiso ser, la profesional que llegó a cumplir su formación desde una escuela marginal, que superó la dictadura cruel del corte de la prueba de acceso a la Universidad que cercena la alegría de los jóvenes convirtiéndolos en sumisos por una causa estúpida. Hoy Carolina es, sobre todo, la hija que consiguió sacar a su padre del infierno de la droga. Hoy Carolina es la primera mujer de cuarenta años que mira a su niña de diecisiete y le sonríe diciéndole que esta vez es la definitiva y que ella salvará su mundo como le encargaron al nacer.