Cada dos o tres años el trabajo de mi padre nos obligaba a hacer turismo de larga temporada a lo largo y ancho del país. Esos señores, los que decidían los destinos de nuestros viajes organizados, nos daban la oportunidad de conocer a fondo los rincones, la gente, lo bueno y lo no tan bueno de ciudades y pueblos del norte, sur, este y oeste de la geografía española.
Recuerdo perfectamente de cada vez que mi madre se sentaba conmigo en mi habitación y me contaba, entre entusiasmada y expectante, que nos cambiábamos de ciudad. Recuerdo también querer contagiarme de su alegría fingida, pero que siempre revolotease un “¿otra vez?” que no le contaba, pero intuía, además de un poso de tristeza por lo que dejábamos e incertidumbre por lo que vendría.
De esa forma, sin necesidad de guías de viaje, descubrí la diferencia entre un viajero y un turista: que en Málaga puedes pedir para desayunar una nube y un pitufo, sin ser ellos nada de eso, como perderte por el paseo de los tristes en Granada, la melancolía de las playas de Santa Pola en invierno, el reflejo de la luz centelleante en los acantilados del norte, o que las chanclas son “cholas”, y las zapatillas, “tenis” en Canarias.
Así, con el tiempo me acostumbré al movimiento y, cuando ya parecía que no había más pasajes solo de ida, comencé a extrañarlos y a buscarlos a propósito, pero esta vez siendo dueña de mis destinos, ávida de conocer nuevas formas de ser y hacer, explorando las diferencias que nos hacen tan iguales, pero esta vez con la garantía de tener billete cerrado, porque al fin y al cabo, hasta en los mejores viajes terminas extrañando tu cama.
De todos esos lugares, de los de antes y de los de después, guardo un álbum mental con todas esas primeras veces, esas en las que eres consciente de que esos momentos no se repetirán.
Porque, al final, todo es mejor y se vive más intensamente, cuando sabes que todo lo que merece la pena (los amores de verano, las Navidades o las rebajas) tiene fecha de caducidad.