Fragmento

«Aquel mes de noviembre de mil novecientos cuarenta y cinco ardía en la chimenea de la casa reconstruida que habitaba la ya anciana doña Agripina Cisneros junto a su hija mayor, la marchitada Úrsula Ferlosio, el último intento fallido de pierna ortopédica que Eladio había tallado con sus propias manos para Eleonora Cardenal haría casi seis años. Úrsula echó la frustrada prótesis de pino a la lumbre con un asomo de mala baba que no lograba contener a pesar de sus esmerados esfuerzos por disimularlo.

—¡Qué ganas tenía de quemarlas todas! Ni se lo imagina, madre… El mal cuerpo que me ponía ver tanta pata de palo amontonada durante años, allí apiñadas formando un siniestro montículo, como si esto fuese una ermita repleta de exvotos, pero sin presupuesto para unos buenos cirios.

 »No sé para qué me esfuerzo hablándole, madre; rara vez me contesta y si lo hace, me dice cosas incomprensibles que no tienen ningún sentido, ni pies ni cabeza, y me malhumora más. Es un suplicio vivir de esta manera, sin ninguna ayuda ni reconocimiento por parte de nadie, como si fuese una mula, ¿sabe?

 »En mala hora nací mujer. ¿De qué me ha servido? ¡Dígame! Para, al final, quedarme sola y limpiar su mierda. Para eso y para nada más. Eladio sí ha hecho su vida; hasta Eleonora Cardenal ha logrado hacerla y eso que se quedó tullida, sin pierna y sin ojo cuando el bombardeo del pueblo, y su fachoso Cipriano Valcárcel escampó, huyendo despavorido, como la rata cobarde que era y que siempre había sido, sin demorarse ni un minuto por no cargar con el mochuelo sobre las espaldas de una esposa lisiada. Con muy buenas palabras, eso sí, que era hombre instruido y sabía mejor que nadie usar el verbo para quedar como un caballero, pero lo que hizo…Ya me dirá usted…».

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