Fragmento
«El hombre caminaba muy despacio. Miraba las calles como queriendo empaparse de ellas. Poco habían cambiado en su ausencia, alguna casa que él conocía muy bien faltaba y otras habían surgido en su lugar, pero eran las menos. Solo él era distinto.
Llevaba mucho, muchísimo tiempo fuera, pero algo le impulsó a volver.
Ya no podía más. Todo su mundo se había ido desmoronando poco a poco y recurrió al único lugar que sabía no le fallaría. Estaba seguro de que únicamente allí recuperaría las fuerzas. Esa tierra seca y ese aire gélido eran lo que necesitaba para volver a renacer.
Notó que algunas cabezas se movían arriba y abajo a modo de saludo a su paso. No reconoció a los dueños de ellas, pero se dio cuenta de que ellos sí sabían quién era él. Por mucho que hubiera cambiado, esa gente con la que se iba cruzando mientras subía la cuesta que le llevaba a la plaza no tenían ninguna duda sobre su identidad.
Él no recordaba quiénes eran. Por su vida habían pasado miles y miles de caras y ya no era capaz de distinguir unas de otras. Solo había unos rostros y unos nombres que nunca olvidó, los de sus amigos de la infancia.
«¿Qué habrá sido de ellos?», se preguntó para sí mismo mientras miraba alrededor».