Torturismo

No quería ir. Mi padre me había obligado a trabajar tanto la tierra que me salían ampollas solo de oírlo. Pero Carla, mi hija, y su marido Andrés, querían que pasáramos el fin de semana. ¿Una comida no era suficiente? No. Y además teníamos que llevar ropa de deporte, recorrer los mismos caminos, por el simple hecho de caminar. Pero yo me niego, y se lo repito a mi mujer. Que mi padre me obligaba a recorrerlos, cargado de sacos, con gotas de sudor resbalándome la frente y ahora mi hija lo llama senderismo. ¡Torturismo eso es lo que es! Pero insistieron y tuve que acceder. Era eso o quedarme en casa solo, oír a los vecinos entre finas paredes de pladur y una gata que maullaba constantemente. Cuando llegamos al pueblo, lo primero que hicimos fue visitar la casa de mis padres, con muros mudos de un metro de ancho, la chimenea de ladrillo rojo y la decoración tal y como la dejaron ellos, rústica. Poco a poco vinieron los recuerdos, los hijos de mi hermana jugando con los míos entre un griterío de felicidad indescriptible, las Navidades en las que tuve que salir lloviendo a buscar un abeto lo suficientemente grande como para sostener todas las bolitas de Navidad que mi padre había tallado a mano. Recordaba cómo se esmeraba mi madre en crear un belén con tierra de aquellos mismos senderos y aguas del río Odiel, en el que no podía faltar El puente de los cinco ojos, los tres Reyes Magos y el pesebre. Entonces, empecé a sentir un cosquilleo en el estómago, algo me decía que había hecho bien en acompañarlos, hormigueo que también dolía, como si las hormigas lo removieran todo, cargando siete veces el peso de los recuerdos.

Carla quería cambiarse en el baño mientras yo rozaba el polvo de los muebles con el dedo. Carla, cariño, ¿te acuerdas de las Navidades que pasábamos con tus abuelos? Claro, papá, como para olvidarlas, me decía como si la memoria fuese algo que no se perdiese jamás, como si no la modificásemos con el tiempo y nos creyéramos lo que queremos para no pensar en lo felices que fuimos en otro tiempo. Enterramos los recuerdos con tierra nueva y asfalto. Claro papá. Claro tonto me repito yo a mí mismo. Porque no todo fue trabajo duro, porque mi madre me enseñó que labrar el campo es como ir a lavar la ropa al río, es quitarse la suciedad de encima y volver con el alma más limpia. Porque la fruta y la verdura sabe mejor cuando son tus manos las que las acarician y las miman. Porque el perezoso madrugón de las seis de la mañana no es nada comparable con observar la salida del sol y su rocío. Porque este cambia el sentido de las plantas, las hace bailar, hablar, sonreír y sacarle los colores a la naturaleza. Porque acompañan la brisa y el calor en primavera y en invierno entristecen con las heladas y los granizos. En verano duermen la siesta con el sol, y con la luna susurran cuentos infantiles como mi madre les contaba a sus nietos. Porque resucitan cuando uno las acaricia y les supura las quemaduras de las inclemencias. Y les pone las simientes para el año nuevo solar. Entonces sí, entonces sí que merece la pena volver a pensar en los recuerdos. Volver a visitar la casa de mis padres, el huerto, el sendero y completar el crucigrama de los momentos. Y sentir nostalgia y un poco de sal pimentada en los ojos, con gotas de lluvia, aunque las botas estén llenas de barro y fango por dentro. Y aunque por fuera reluzcan ahora unas zapatillas de marca.

Carla salió con sus deportivas, Andrés ya las llevaba puestas y mi mujer y yo también. Decidimos escoger el camino de la fuente, uno que estaba cerca del huerto de mi padre y que tenía un bebedero de caballos blanco, como la blancura de la Andalucía rural. Estaba allí Domingo, una hoja perenne del pueblo, un amigo. ¿Qué haces aquí me preguntó? Después de tanto tiempo cualquiera te reconocería… Estaba llenando agua de la fuente, dijo. Había un cartel que decía que el agua era NO POTABLE. Recuerdo que cuando mi madre llenaba su cántaro y yo la acompañaba había que poner un colador para no beberse las sanguijuelas. Quitando eso, el agua sigue siendo perfectamente potable, claro que eso los turistas urbanitas no lo saben. Las sanguijuelas seguían ahí en mi estómago y yo no había bebido. ¿Vienes a por agua a la fuente? Me preguntó como si no hubieran pasado los años. Hablamos de nuestras familias, de cómo mis hijos se habían vuelto de ciudad y cómo los suyos seguían el legado ovino familiar. Me pregunté en ese momento si nosotros éramos los que habíamos hecho progresar a la sociedad o la sociedad se había consumido con nosotros dentro. ¿Era mejor construir el cielo desde abajo o comerse el mundo desde arriba? Me despedí diciéndole que ya solo bebía agua embotellada y justo al decirlo me sentí ridículo y avergonzado. Su gesto en la mirada hizo que siguiera camino arriba con mi familia y lo despidiese con un simple con Dios, como solo se hace en los pueblos, como si Dios cupiese en el coche de vuelta a casa con todos los que éramos ya, mi familia y mis recuerdos. Nos encontramos con ciclistas, sin cestas cargadas de verduras, corredores a los que nadie perseguía, paseantes que mantenían un desconocido saludo. ¿Qué diría mi padre? Que seguro que yo había cambiado. Sin embargo, mi hija se sentía orgullosa de mi tierra y eso es lo que queda; que la cepa es más fuerte que sus semillas.